Uno sube las escaleras frente a la Sala
Avellaneda con los tambores ya entre las sienes y dobla frente al Café
Cantante y atraviesa las oficinas del Teatro Nacional para llegar a las
taquillas.
Encima de ellas baila todos los días una compañía de danza.
De ahí provienen los batá. Del segundo piso. Porque del tercero se
desprenden las notas clásicas de un piano que se ahoga entre las barras y
el linóleo.
No perturbarían el folclor que emana de los cuerpos sudados
ni aunque quisieran. Un profesor negro enseña una correctísima
contracción y enseguida abre los brazos y los mueve en ondas, al ritmo
de la música, junto con los hombros y parte del torso. La mirada,
impertérrita. Los músicos cantan a Oyá, pero yo creo que el negro tiene
hecho Yemayá. O pudiera ser Obbatalá. Nunca acierto en esas cosas. Los
demás bailarines lo imitan, pero el negro tiene la rumba metida en los
huesos y se abandona y los abandona hasta que cesa la música.
Una veintena de californianos
enmudecidos ha asistido a la clase. Algunos segundos de silencio después
de los tambores indican que la clase ha terminado. Y luego los
aplausos, in crescendo, llenan el salón. Convencidísimos ellos. Sofocadísimas ellas.
Son poco más de las once. Mientras lo yoruba estuvo en el aire, la
escalera que sube a los salones de ensayo permaneció desierta. Ahora es
todo humo de cigarrillos, sudor, piernas que se acomodan unas encima de
otras, dejando pasar, obstaculizando el paso. Comienzan a bajar los
visitantes y los bailarines despejan la escalera y se acomodan en las
mesas de la cafetería del teatro. Se me acerca una mulata, delgada,
pequeña, con los pelos erizados.
Un piercing en el labio superior, a la
izquierda. ¿Flaca, tienes candela? Le ofrezco mi fosforera y observo que
lleva la rodilla vendada. La recuerdo bailar. Al centro y al frente de
la clase. La mirada brusca fija en un punto más allá del auditorio, más
allá de nosotros, que aguardábamos en la cabina de sonido mientras el
salón estallaba. Me devuelve la fosforera, ¿tú trabajas aquí?, sí, eso
creo, ¿vas a bailar con nosotros? no, yo soy periodista, ¿y tú eres
Martha Inés, no? Anjá. Lo dijo con la cabeza, mientras tragaba el humo
suave de un hollywood rojo. Iniciamos una conversación insulsa sobre
cualquier cosa. Una sana envidia masticaba mis palabras, o era la
añoranza o la frustración. O las tres.
Los turistas s habían terminado de bajar y esperaban
por la guagua que los llevaría al próximo destino. Seguramente alguno
que incluyera Havana Club y Cohíbas. Para quien viene de Los Ángeles,
suficiente rumba y negros por un día.
Una de las visitantes dio unos pasos
vacilantes hacia nosotras. Everything ok? Did you enjoy the class? y con
eso estoy diciendo a Martica que sí, que yo trabajo ahí, que ese puesto
es mío, y que también puedo encargarme de los turistas, Yes, I loved
it, thanks, pero los ojos de la mujer, llenos de entusiasmo buscan los
de Martica y le dice de carretilla en su idioma que ella había visto en
su vida a grandes artistas, que ella misma era artista, música,
especifica, y que se había formado en una escuela importante, en
Juilliard, que quiere decir siete por ciento de admisión por año, no sé
si la conocen, y yo puedo decirte, girl, muchacha, que tú bailas con el
corazón, que eres magnífica, que eres grande muchacha, girl, grandísima…
Martha Inés sonríe suavemente y le agradece a la mujer en inglés
fluido, pero la mujer le mira la rodilla y le pregunta si está bien,
Every dancer has had one, it´s nothing, le dice y la admiradora insiste
en tomarse una foto. Solo entonces parece irse tranquila.
Martica se sienta de nuevo a mi lado y
termina tranquilamente su cigarrillo. A lo mejor piensa cómo ha podido
bailar con el torso desnudo en Demo-N/Crazy en tantos escenarios del
mundo, o cuán difícil es terminar los ensayos de la tarde y comenzar las
clases en el ISA, hasta las diez de la noche. Tal vez se preocupa por
lo blanco, pienso, mientras me celebra la blusa. Es que tengo que
hacerme santo, dice, y no luce preocupada, es cotidiano ya. Varios en la
compañía lo han hecho. Entonces percibo aún lo yoruba en el aire, en
los bailarines, en las esclavas de cobre y los collares de cuentas
azules y blancas, amarillas y verdes, negras y rojas…
Los turistas suben a la Transgaviota que
se disculpa por los tres minutos de tardanza. La artista, el siete por
ciento admitido en Juilliard por año, monta de última, verificando que
efectivamente la cámara guardó todas las fotos y aguardando… Tal vez le
hubiera gustado comprobar que Martica puede subir la escalera sin
dificultad, sin dolor en la rodilla. En todo caso un dolorcito. Pero es
normal, le ha dicho. No hay que preocuparse entonces.
Y yo me pregunto cómo bailará Martica
mientras se esté haciendo santo. Le miro los pelos de punta y calculo su
edad. Unos veintitrés o veinticuatro, imagino. Cuántos le quedan como
bailarina de danza contemporánea. Pocos comparados con la fuerza que
desprende al bailar, con la realización que proyectan sus ojos cuando
baila y no le importan ni siquiera los aplausos. Quiero saber por qué.
Quiero preguntarle si tiene miedo, si piensa en la efímera vida del
bailarín, si cree que hizo bien en abandonar el ballet… Dale, flacu, nos
vemos, va a empezar el ensayo. Y vuelven todos arriba llevándose lo
yoruba con ellos, para montar una pieza relacionada con la identidad y
las matemáticas.
Por: Diana Ferreiro Hernández
Fotos: Cortesía del conjunto Danza Contemporánea de Cuba (DCC)
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