El dolor de Guillermo Avilés

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martes, mayo 03, 2011

Verdadero tiro por la culata

EN LA FOTO: FOTO: Los doctores Jorge Aragón Abreu ( a la izquierda ) y Enrique Rodríguez Moreno valoran el estado
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Texto y foto de: Luis Raúl Vázquez Muñoz
digital@juventudrebelde.cu

CIEGO DE ÁVILA.— La explosión provocó un golpe seco. Eliécer Santana Castellón apoyó la escopeta en el suelo y se llevó una mano al ojo derecho. Al retirarla, quedó estupefacto. Estaba llena de sangre. No sentía dolor; tampoco mareos, y sin embargo algo tibio y viscoso le recorría el rostro.

Era el 13 de febrero de 2011. Por unos segundos la tranquilidad del monte, a las 5:30 de la tarde, se hizo más densa. No se escuchaba el ruido de los pájaros ni el murmullo del viento, y era un silencio tan grande que los objetos parecían irreales. Tragó en seco y sin apenas moverse, le dijo a uno de sus amigos: «Apúrate, busca el carro, que me desbaraté un ojo».

El hombre lo miró asombrado. Hizo unos movimientos indecisos, como buscando el lugar, y a toda velocidad salió en dirección a la carretera. El otro lo tomó del brazo. Caminaron unos 40 metros por un trillo bordeado de guineas hasta que Eliécer se detuvo. Pidió: «Espera… que no me siento las rodillas». No dijo más. Las piernas empezaron a doblarse.
A la medianoche de los enamorados

Aun así los médicos respiraban hondo. Se sabía que la escopeta calibre 12, propiedad de la familia de Eliécer desde hace 13 años, le estalló por la recámara. Estaban conscientes de la ausencia de algunas piezas; a pesar de eso, ¿qué tipo de objeto era ese? ¿Qué es lo que había entrado por debajo del ojo y se había quedado encarnado por completo a pocos milímetros del cerebro?

«Era un cuerpo metálico y grande. Esos objetos se ven luminosos en la Tomografía Axial Computarizada (TAC) y aquel brillaba bastante y en un área extensa del cráneo; era importante conocer qué era y no había forma de saberlo», contó el doctor Jorge Aragón Abreu, especialista de primer grado en Cirugía maxilofacial.

En el salón de operaciones, el doctor Aragón hizo el corte y los músculos del rostro quedaron al descubierto. Debajo del glóbulo derecho se veía una punta. Por el tacto supieron que estaba libre. Entonces tomó una pinza grande de ortopédico.

«Despacio, despacio», se decía Aragón y a medida que lo sacaba, sentía que el alivio crecía en el cuerpo. La guardia terminaría en paz y así podría retornar con su esposa, Kendri Rodríguez Molina, que estaba embarazada. En definitiva, dentro de unas horas sería el día de los enamorados.

Fue una ilusión. Al momento un fuerte chorro de sangre bañó al salón. «¡Hay pérdida. Llamen al Banco de Sangre!», gritó Ofreydis Hernández González, el jefe de los anestesistas. Aragón metió la mano entre las carnes. Al tacto localizó la arteria maxilar interna. Apretó y el sangramiento se detuvo. «Rápido, aguanta aquí», le pidió al residente Juan Claudio Llerena.

Ya con las manos libres hizo una incisión horizontal en el cuello. Ubicó la carótida externa, la encargada de alimentar la arteria dañada, y con un movimiento de pinzas cortó la circulación. Todos permanecieron en silencio. En el salón lo único que se escuchaba era el ruido de los equipos, que devolvían los latidos del paciente con un sonido galáctico. Aragón se incorporó bañado en sudor. Miró a los lados y le murmuró a Ofreydis: «Socio, dile que llamen a Papá».
El recién nacido

Papá era el doctor Enrique Rodríguez Moreno. Así lo llaman los cirujanos maxilofaciales del hospital docente provincial Antonio Luaces Iraola, de la ciudad de Ciego de Ávila. Y en verdad tenía motivos para el asombro.

En 35 años de experiencia como cirujano maxilofacial atendió hasta a submarinistas vivos con un arpón en el cráneo. Incluso una vez cuidó una herida de guerra inaudita: un proyectil dirigido a la frente, que, al chocar con el hueso frontal, resbaló por el cuero cabelludo e hizo una travesía tangencial sobre el cráneo sin penetrar el cerebro. Pero lo inédito llegó en la madrugada del 14 de febrero de 2011.

«Era el mecanismo percutor de la escopeta y medía 12 centímetros de largo —contó. Lo increíble era que el paciente sobreviviera con algo tan grande, el ojo no presentara daño alguno y que el objeto no se moviera en lo más mínimo en una zona donde el menor desplazamiento provocaría la muerte».

El doctor Aragón aporta más detalles de la sobrevida. El nivel del blanco, al apuntar durante la cacería, salvó a Eliécer porque estaba en ángulo recto. De lo contrario el mecanismo habría golpeado el cerebro y el glóbulo ocular. También el mismo objeto lo cuidó. Dañó la arteria maxilar interna, pero a la vez la taponeó. En el salón, desde que retiraron el percutor hasta que apretaron la arteria con la mano, el hombre perdió un litro de sangre en menos de un minuto, algo delicado cuando el cuerpo humano alberga solo cinco litros.

Lo demás quedó en manos de la pericia de los médicos, a pesar de los riesgos. Al revisar la entubación descubrieron que el paladar blando se hallaba inflamado por un hematoma gigante y si se retiraban los tubos Eliécer moriría por asfixia. Solucionaron el problema con una traqueotomía. Pero tres días después las interrogantes volvieron cuando la TAC detectó un objeto mucho menor y detrás de la mandíbula, donde había aparecido otra inflamación.

«Finalmente, el 19 de febrero y con todas las aprehensiones encima, se sacó la última pieza: el muelle del mecanismo percutor. Todo lo ocurrido es lo que pudiéramos llamar, literalmente, un disparo por la culata», cuenta Aragón.

Luego de tantos sobresaltos, entre estos despertar en la sala de cuidados intensivos y encontrarse entubado de una manera que nunca imaginó, Eliécer, quien se desempeña como obrero agrícola del poblado de Jagüeyal, del municipio de Venezuela, muestra como balance final la pérdida de la mitad del párpado inferior derecho.

Sabe que irá de nuevo al salón para una cirugía reconstructiva. Conoce, además, que deberá usar gafas de por vida. Aunque también se encuentra muy consciente de que ha sido muy poco para lo que en verdad pudo suceder. Por eso cuando le preguntaron la edad en la primera consulta después del alta médica, permaneció pensativo unos instantes. «Tenía 35 años —respondió—, pero ahora no tengo ninguno. Volví a empezar la cuenta. Ahora soy un recién nacido».

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